Por Paula Puebla
Entre pito y flauta, hace por lo menos seis meses que como país atravesamos el tenso momento de elegir el próximo presidente. ¿Un momento de seis meses? ¿Vos decís? Bueno, mirá, las listas cerraron el 14 de junio, las PASO fueron el 13 de agosto, las generales el 22 de octubre y el balotage se viene, al fin y por el amor de todos los santos, el 19 de este mes lluvioso. Días más, días menos, la mitad del año se vivió bajo embargo electoral.
No es que al argentino o a la argentina no le guste la celebración de la democracia, menos cuando se acerca su cumpleañitos de cuarenta; por el contrario. Pero según cómo se viva la política, en lo que puede ser considerada diletancia o meditación tántrica, el tiempo no transcurre plácido como un mate por la mañana sino que se va poniendo espeso. Se parece más a un embotellamiento en hora pico, con los rayos del sol perforando el parabrisas del auto, en la concurrida Avenida Córdoba, pero a nivel nacional. Imposible no emitir improperios o rezos paganos para que la cosa se termine de una vez. A esta altura del cuento, es más bien una cuestión de plata o mierda.
El abismo no se advierte solo cuando uno se acomoda en el sillón, luego de otro largo día de trabajo, y sintoniza la programación lisérgica de noticieros —con conductores que gritan y periodistas lacias y delgadas, fotocopias unas de otras, que leen tuits con la vocación maltrecha. El voltaje electoral está presente en el aire que se respira, en cualquier parte: en el cajero, en la parada del colectivo, en el supermercado, en los pasillos de la facultad, en la placita del barrio o en el cafetín de los borrachos. La ciudad está convertida en un gran artefacto cargado de electricidad y te puede dar una patada de un instante al siguiente.
Entre unos y otros, nosotros, el rebaño de electores, las miradas viajan cruzadas menos con simpatía que con sospecha, rezago de los tiempos de Covid cuando tos y estornudo proferidos en nuestro perímetro seguro eran un crímen de lesa humanidad o una fatality. Ahora nos convertimos en locos lombrosianos —no nos cuesta tanto—, adictos a la encuesta siempre errada y de dudosa procedencia, y al improvisado poroteo, instrumento de buen cubero que tenemos más a mano. Este tiene pinta de compañero. Este no es joven pero es libertario. Esta tiene rictus de voto en blanco. Así andamos, con demasiado pensamiento.
¿Se vestirá de fiesta la ciudad cuando, al fin, llegue el 10 de diciembre? ¿Habrá escolares de guardapolvo relavado, formados en las calles, entonando con orgullo el himno nacional argentino? ¿Habrá suelta de globos y palomas blancas en nombre de la patria? ¿Colgarán los municipales banderines albicelestes sobre la majestuosa Avenida de Mayo, entre la Casa Rosada y la Plaza del Congreso, para acompañar la caravana del flamante presidente? ¿Será una muchedumbre aliviada o una turba desacatada la que se agolpe tras las vallas esperando que pase el mandatario electo? ¿Lloverá o el cielo será todo para el febo? Lo que es imposible de prever nos presta la oportunidad para soñar.
Por lo pronto, precisamos que sea domingo, pero no uno signado por el cálculo, la especulación y el morcilleo, con porcentajes abstractos cambiando en las pantallas de los dispositivos. En nuestras mentes y corazones, los argentinos necesitamos que sea domingo, un domingo cualquiera, uno totalmente olvidable, sin importancia, sin urgencia o sobresaltos. Uno cuya preocupación máxima sea el gusto de las empanadas que pediremos a través de la aplicación, tempranito, porque mañana hay que laburar.