La ciudad de Puebla

Arbolitos

Estos arbolitos son la única especie en el planeta que, parlante y políglota, masculla palabras al laburante que surca la peatonal con su almuerzo por peso en una bolsa triste o al grupo de turistas entregado a las compras en una estadío pre matemático, desentendido de las cuentas o conversiones porque todo lo que se le antoja le parece regalado.
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Por Paula Puebla

Ese sector amplio de habitantes del mundo que niega el calentamiento global debe haber andado por la mítica calle Florida. Arbolito, arbolito, arbolito, un arbolito al lado de otro en lo que, por lejos, conforma la zona más verde de la ciudad poslarretista. 

En portugués, en inglés, en ruso, en el idioma que quieras. Estos arbolitos son la única especie en el planeta que, parlante y políglota, masculla palabras al laburante que surca la peatonal con su almuerzo por peso en una bolsa triste o al grupo de turistas entregado a las compras en una estadío pre matemático, desentendido de las cuentas o conversiones porque todo lo que se le antoja le parece regalado. Estos arbolitos andan al sol y parecen pelados, pero dan unas hojas verdes que brillan mientras más a la sombra —y en las sombras— estén. Son unas hojas con textura de algodón y lino que, si uno se las acerca a la nariz, experimenta algo semejante a una teletransportación, como si estuviera uno en otra dimensión o país. Hay algo mágico en esa aspiración y algo aspiracional en la magia. 

También conocido como “mercado negro”, esta arboleda nativa y porteña se implanta desafiante, como jóven en fase punk contestataria, a pocas cuadras de su impotente y desesperado agente de control, un edificio de columnas sobre la calle Reconquista, en cuya fachada se inscribe Banco Central de la República Argentina. La tensión se siente en el aire, cualquier día, a cualquier hora, en esos metros de separación entre la institución —y todas las aledañas alrededor de Plaza de Mayo— y aquella franja donde no farisea el que no tiene. Sístole y diástole del cuore de la economía argentina, la pulseada por fijar el valor de aquellas hojas del deseo es ¿tácita? y permanente. Ríe el dólar, lloran los pesos. Todo es fané.

En los últimos días, sin embargo, según informan las noticias, que nunca dicen una palabra alejada de la verdad y no conocen otra cosa que la honestidad periodística, hubo en la zona verde raides, poda y limpieza. Como para ajustar un poco las clavijas de la ley y el orden, y frenar el crecimiento del monstruo de mil cabezas que es la brecha cambiaria, bajo indicación ministerial y con avales judiciales, unos escuadrones uniformados se apersonaron e hicieron temblar el bosquecillo encantado. Sacudieron desde abajo el enramado y no cayeron frutos deliciosos sino duendes timadores, prestidigitadores de la especulación y lunfardos con olor a viveza criolla.

No sabemos si la maniobra da resultados, si funciona o no funciona, si redunda en efectos positivos en el mediano o largo plazo para los simples mortales, si la cosa es mediática, cosmética o dramatúrgica. Pero a veces está bueno sentarse a comer pochoclo y ver en la pantalla el mundo arder. Observar cómo se deshace aquello que pensamos que no existe pero existe, allá en el fondo, sólido y musculado como un mito griego. Hay goces populares que no se explican con palabras pero que se fundan en nombres y apellidos.