La ciudad de Puebla

¿Para esto se inventó la rueda?

El temerario del monopatín viste traje y corbata, lleva mocasines y una mochila gris sobre la espalda; un casco negro con la silueta de un tiburón plateado y auriculares inalámbricos, en el franco afán de completar todos los casilleros que resultan en la negligencia que se abre a su ¿paso? Calculás, con algo entre la sorpresa y el estupor, que el tipo tiene alrededor de 50 años.
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Por Paula Puebla

Imaginate que un día hermoso salís a resolver alguna diligencia. Postergada por las urgencias de la vida diaria, te alejás tranquilo varias cuadras de tu dulce hogar, y al fin llevás tus camisas a la tintorería o hacés aquel juego extra de llaves para confiarle a tu vecino. Reprimís el impulso de mirar el teléfono hasta que te olvidás de que lo llevás en el bolsillo, nadie te apura y realmente disfrutás del paseo. Incluso llegás a preguntarte por qué no salís a caminar más seguido. Las plantas reverdecen, el sol platea tu andar. 

Entonces un semáforo te detiene en la esquina de una avenida imprecisa y ordinaria de la ciudad. Allí comprendés que a las personas les molesta interrumpir su marcha y demorarse hacia su destino, que la ansiedad domina la postal urbana histérica y que las bicisendas superpuestas como orillos a la traza porteña propician el descalabro porque nadie educó a nadie para mirar hacia los dos lados cuando el tránsito fluye en una única dirección. Terminás de pensar en eso y entonces, en una fracción de segundo, se cumple tu profecía. 

Sucede un siniestro vial. 

Un hombre a bordo de un monopatín, remontado a una velocidad que bien podría haber sido multada por excesiva si acaso se penara a los audaces monopatinadores, acelerado además por la pendiente de la avenida, colisiona y queda derramado sobre el pavimento. Sin tiempo para maniobrar con precaución su dispositivo de micromovilidad canchero, eficiente y sustentable en lo ambiental —complaciente con quienes administran el transporte público en el área metropolitana, también algo circense—, el conductor no supo cómo esquivar al joven apurado que invadió, de un instante a otro, la franja serpenteada de amarillo.

El peatón, en la suya, ni se entera de lo que ocasiona y, más allá del susto, el golpe y cierta forma del ridículo, el accidentado sale ileso. Lo comprueban los que se acercan a asistirlo y una policía de tránsito grácil, compenetrada por demás en su papel de agente de la ley y el orden bajo el régimen del monotributo. El temerario del monopatín viste traje y corbata, lleva mocasines y una mochila gris sobre la espalda; un casco negro con la silueta de un tiburón plateado y auriculares inalámbricos, en el franco afán de completar todos los casilleros que resultan en la negligencia que se abre a su ¿paso? Calculás, con algo entre la sorpresa y el estupor, que el tipo tiene alrededor de 50 años. Retomás la marcha, te alejás del caos que se formó de súbito en aquella esquina en un intento por conservar la buena vibra de tu mañana. Te decís que estar vivo es un milagro y a veces una casualidad. ¿Para esto se inventó la rueda? ¿No se había extinguido, con la pandemia, la moda autonomista del monopatín y el kiosko de su alquiler? ¿Estamos acaso tomados por una vocación suicida? No tenés respuestas para ninguna de las preguntas que te hacés.

Pensás que el señor que surcó el pavimento como una tromba podría haber sido un adolescente poseído por las hormonas o bien un niño travieso desafiando a una madre sobreprotectora. Entonces, como si de una epifanía se tratara, entendés que lo que acabás de presenciar no fue un accidente sino un fenómeno, magno, ímprobo, de las dimensiones de un dios que no está en ninguna parte y en todas a la vez. El fenómeno de la indiferenciación.

Todo es lo mismo, todo es igual; como ya no hay bordes entre público y privado, tampoco hay momento adecuado ni edad para las cosas. No hay jóvenes ni viejos. Quizás porque el ser humano hoy vive mucho tiempo —incluso demasiado y a su costa— o tal vez porque el piberío decide como adulto desde que desplazó a los mapadres en el santo ejercicio de la autoridad. Celebrás que el señor de mediana edad tenga el brío de trasladarse en monopatín como una bendi enfurecida, pero no sentís lo mismo cuando imaginás un nene de 5 años al volante de una 4x4 sobre la General Paz.