Por Paula Puebla
La escena es más o menos así. Un perro mediano, de pelaje marrón y ojos negros, retoza bajo los rayos del sol invernal. Acostado, como quien no quiere la cosa, ajeno a las preocupaciones mundanas de los que caminan erguidos, goza de la vida y del destiempo. Hasta que una ráfaga imprevista trae algo que lo alerta: el cuzco levanta la cabeza y hociquea el aire para detectar, con precisión, quién se avecina. Se despabila en una fracción de segundo, se incorpora y empieza a revolear la cola. Por la esquina, a varios metros, su mirada constata lo que su olfato predijo. Abrigada con un chaleco inflable rosa Dior que mitiga las temperaturas naturales, con collar al tono pero sin correa, una perra salchicha con pecas sobre su lomo, hace su entrada triunfal a la plaza. Se acercan el uno a otro con familiaridad, amor o un visible sentido de la amistad y entonces el día, para ellos, alcanza la plenitud.
No importa en qué plaza transcurre este encuentro. Si en la del Congreso, en la Rodríguez Peña o en la Serrano. No importa porque el encuentro de este perrito callejero con, pongámosle, Viena o Manchita o Raquel, nunca sucedió más que acá, entre estas líneas, tu imaginación y la mía. Porque así es el artilugio de la ficción, un pacto triangulado que vive —y sobrevive— pese a sentirse arrinconado por la imposición de la experiencia personal de nuestra era.
Rompo el pacto a propósito de cierta información: “En la Ciudad hay más perros que niños menores de 10 años”. El dato lo aporta la Dirección General de Estadísticas y Censos del Gobierno porteño, para la indignación de quienes han incurrido en el magnificente acto de tener hijos y la indiferencia de quienes no. En los hogares, cada vez más difíciles de sostener en inquilinato perpetuo, hay 397 mil bendiciones y más de 490 mil perros. Una medición elocuente que contabiliza felinos aparte —368 mil— para no tener que titular que en la capital del país las mascotas doblan en cantidad a los infantes todopoderosos con menos de una década sobre esta tierra.
Te parezca simpático o no, a estas familias se las llama “familia multiespecie” y a los bichos no se los llama bichos o mascotas sino “animal conviviente” o “animal de afecto”. A los dueños, “tutores” o “responsables”. Todos los días se aprende algo nuevo y en todo momento las cosas desafían lo que pensamos del mundo. ¡La familia porteña cambió, señor presidente! Y cualquiera no muy embebido en su ombligo podrá advertirlo, si se sienta un rato en la plaza en su propia hora pico. Las pelotitas que llegan perdidas a los pies del transeúnte ya no corresponden al paleteo torpe del piberío. Los nombres vociferados con preocupación por los adultos ya no son para los Felipes traviesos o las Matildas escurridizas de dos patas. Los cochecitos ya no llevan por bebés rozagantes por pasajeros sino canes gerontes, desdentados, con artrosis y los ojos blanqueados por las cataratas. Hay cumpleañitos en los caniles, paseadores con status docente y veterinarios alertando sobre los límites en los vínculos antropomorfos. Así las cosas. Así las colas.
Ahora volvamos a la fronda infinita y maravillosa de nuestra imaginación. En algún espacio verde de la city, aquel cuzquito marrón sin nombre y sin techo —por cierto, marginado de los números del censo— olisquea las partes pudendas de una salchicha paticorta y altanera, malcriada como toda hija única, déspota de departamento. Ella se deja, se hace la distraída como distraída está su mamá luchona, que desliza el dedo hacia la derecha y la izquierda compulsivamente sobre la pantalla de su celular. Entonces Viena o Manchita o Raquel le pregunta a su amorío sin raza: “¿No tenés a nadie para presentarle?”