Por Paula Puebla
A veces salgo de casa solo para ir al bar que tengo a tres cuadras. Necesito el aire de la caminata, ver caras extrañas, perder la vista en la actividad disímil que se apodera de las calles del barrio arbolado o hundirme en alguna lectura. En mi interior bonaerense llevo una vieja de Recoleta a la que le gusta ir a tomar un cafecito, sentirse sola y atendida, apartada de las fricciones domésticas. El problema llega con la realidad. Y en general la realidad es un café caro y frío.
Donde veas cinco mozos en un bar de quince mesas, no entres. Donde veas un salón con mesones y bancos para compartir y solo dos o tres empleados detrás de la barra, no entres. Donde veas que ningún comensal está comiendo —lo que, en primer lugar, le quita su estatuto de tal—, tampoco entres. No lo hagas a menos que tengas ganas de vivir la innovadora experiencia de nuestros días en la que el consumidor termina trabajando para su propio consumo. Ni autoservicio ni cuento sci-fi del humano reemplazado por el robot. Es otra cosa, más chabacana, más pedestre, con tufillo a siglo veintiuno: es el desprecio por el cliente primero y el desprecio por la tradición del servicio después.
Es difícil decirlo sin quedar como una jubilada violenta pero, hasta hace no tanto, la cosa era al revés. Ibas a un bar, te sentabas y un mozo con treinta años de carrera pesando sobre su columna vertebral y sus piernas te tomaba el pedido sin siquiera mirarte a la cara. Podías decir un café con leche, más café que leche que el tipo entendía perfecto y nunca volvía a la mesa con las medialunas equivocadas en el plato: minimalismo y eficiencia. Claro que no era un trato fundado en el más puro amor pero al menos la transacción de dinero implícita y final dejaba las cosas en claro. A ningún mozo, por más osado que se hubiera levantado a la mañana, tenía cableada su cabeza con algo diferente a vos te sentas, yo te atiendo. Mientras hacías tu colación, tal vez un recreo entre dos actividades, un televisor de tubo probablemente encallado en la señal de Crónica, mostraba algún zócalo pícaro y elocuente. Después oblabas, te levantabas y te ibas. Fin de la historia.
Poco significa hoy que seas vos quien pague varios cientos de pesos por algo tan sencillo como un café. Porque traficado en el discurso de las relaciones horizontales y la extorsión rosadita de la empatía, la moza vestida de jogging finge que es tu mejor amiga y te atiende de favor, cuando le pinta; el mozo te corrige con palabras anglo o italianas si no conocés la terminología de lo que sea que quieras tomar y no se avergüenza al aclarar que no tiene disponibles ocho de los diez productos que consigna la carta. A esa altura, y a falta de lanzallamas, pensas traeme lo que tengas ganas, campeón pero obediente y sintiéndote una imbécil —o porque en tu pasado también sostuviste la gran bandeja del servicio gastronómico— le decís entonces un latte macchiato y un cinnamon roll, por favor. Con amabilidad intentas compensar imaginariamente el hecho de que cobra mal, con suerte monotributa y ni siquiera tiene la libreta sanitaria al día.
El asunto no termina ahí, en ese no poco estrecho ejercicio de tolerancia. Porque también hay nuevas —y muchas— reglas en esta telenovela de cooperación y cooperativismo. Pedí en la caja. Retirá en el mostrador. Levantá la mesa cuando termines. En cualquier momento, el más avant garde de los cafecitos habilitará piletón, esponja y detergente, pero atenti que van a querer convencerte de que es una experiencia para que te sientas “como en casa”, solo que a cambio de unos cuantos billetes naranjas, por cierto debilitados. Hablando de Roma, esto se parece bastante a otra forma de devaluación: ¿cuánto tiempo pasó entre el sé tu propio jefe y el sé tu propio camarero? ¿Cuánto entre la fantasía autonomista y la explotación a voluntad?
Para escribir este pirulo, me metí en muchos de los cafés porteños que al comienzo aconsejé evitar. Miré con estupor y pronuncié, con las mejillas coloradas, nombres artísticos de brebajes y comidas comunes, dragueadas para su mejor consideración. Mocktail, flat white, coffee tonic, ice Indian tea y así, un rosario de palabras que mucho no entendemos pero a las que nos adecuamos. Como nos adecuamos a ser consumidores consumidos. Siervitos del capitalismo tardío. A confesión de parte.