La ciudad de Puebla

El subte al sur

Cuando ya sea impagable el clásico viaje a Colonia antes de la separación, las parejas tomarán la H y al bajar en cualquier estación se darán la espalda para siempre. Ella cubrirá con una flor el tatuaje con la inicial de su ex, Horacio.
X

Por Paula Puebla

Cada tanto, las imposiciones de la vida diaria me llevan, de regreso, al sur de la ciudad. Digo “de regreso” porque, recién advenida del conurbano, aquella fue la zona en la que viví durante varios años. Hoy, que me he convertido en una habitante de la comuna 11, al poniente de eso que se llama Centro, uso el servicio subterráneo con la intención de vencer el tiempo que llevaría arribar a Parque Patricios sobre la superficie, asfáltica y furiosa. Primero la línea A hasta la descangayada Plaza Miserere y ahí, escaleras y pasadizos borgeanos después, combino con esa otra línea que lleva por inicial y nombre la letra H.

Como una lanza que perfora la tierra, lleva y trae pasajeros de Hospitales hasta Facultad de Derecho; con un halo misterioso, une áreas metropolitanas que serían irreconciliables si no fuera porque en los extremos aguardan dos tótems de la argentinidad tal como la conocemos al día de hoy: salud y educación. Los convoyes van y vienen, no están al tanto del relato estatista que susurran entre paradas, cierre de puertas y anuncios por altoparlante al viajante, que va inmerso en la pantalla de su celular o enroscado en el océano helado de sus preocupaciones —que seguro no son pocas.

La línea H se hermana en el trazado y el movimiento con la C, pero por las tripas de la Avenida Pueyrredón. Tiene una onda eficientista que descoloca, quizás por la oxigenación de los techos altos, los corredores amplísimos y los andenes largos, lugares de espera que parecieran propiciar un distanciamiento social post pandémico signado por el buen gusto. En la H pasa algo inusual: irrumpe la sensación de que está bueno viajar en subte, de que ese día las cosas pueden salir bien y de que hay una forma mejor de trasladarse de un lado a otro de esta ciudad cada vez más ceñida e imposible. Y de que esa forma virtuosa no está fundada en la tracción a sangre de una bici o en el autonomismo del monopatín sino por en el servicio público. Con él viene esa clase de educación cívica en la que oir los audios de Whatsapp a viva voz del desconocido y oler los sudores y las flatulencias del compatriota. 

En la todopoderosa memoria de Google se constata que la H tiene más de 8 kilómetros de extensión, que transporta más de 150 mil personas al día y que fue el último tracto subterráneo inaugurado, en el año 2007, hace nada más ni nada menos que 16 años. Un lapso temporal lo suficientemente holgado como para ver crecer a un hijo desde bebé hasta la edad de su posiblemente polémico primer voto o ver morir a la mascota querida de la casa. Como si en la H se terminara el tiempo, como si ella no fuera solo la línea amarilla —acaso el color de un modelo—, sino la línea del hasta acá llegamos. Cuando ya sea impagable el clásico viaje a Colonia antes de la separación, las parejas tomarán la H y al bajar en cualquier estación se darán la espalda para siempre. Ella cubrirá con una flor el tatuaje con la inicial de su ex, Horacio.

Decían o dicen las maestras que esta tipa —la H, la hache— es muda. El nombre de una sola letra esquiva y tramposa para la grafía parece merecer dos sílabas, en un futuro suspensivo del que nada se sabe. Pero así son las cosas del lenguaje, sino decí hache y fijate. Que la H del comienzo no suena, pero la segunda, en complicidad con la C, produce algo parecido a un chistido. Porque te da y te quita la línea H, todo al mismo tiempo. Silencios que son promesas; promesas que de tan prometidas hacen ruido.