Por Paula Puebla
“Yo no sé qué tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol”, escribía interrogado Roberto Arlt, el maestro de un género parecido pero mucho mejor que este. La duda la puedo despejar yo o puede hacerlo cualquiera que habite uno de los 500 mil hogares inquilinos de la ciudad. ¿Sabe qué tienen de triste estos barrios, don Roberto? Que cargan con la desgracia del alquiler. Una desgracia que semeja, en realidad, a la tragedia: tiene principio pero no fin.
Porque el piolín que controlaba el cometa de la inflación se cortó hace rato, lo sabemos todos, pero no el piolín que sujeta el valor de la renta a ese artilugio descarriado, aparentemente indómito para todas las administraciones de los últimos quince años. Así es difícil escribir en piedra una ley justa, aunque no tanto como cumplir con el contrato del 1 al 10 de cada mes y que queden algunos mangos en el bolsillo para esos lujos que el ser humano gusta de prodigarse, como comer y tener abrigo.
Porque el costo de vida sube, siempre sube; lo único que baja son las expectativas de cómo vivirla. Gachi, Pachi, ella, el novio o el ex novio ya no sueñan con firmar la escritura propietaria de una baldosa siquiera. No es que el deseo se haya extinto, sino que queda por fuera del marco de posibilidades frente a una realidad que se ha vuelto una bota enorme y aplastante. Y digo “bota” porque acceder a la casita, el ph o el depto propio se convirtió en proeza cuando, en los setentas, se dolarizó con el mismísimo José Alfredo Martínez de Hoz. Mucha memoria, mucha verdad y mucha justicia, pero nos olvidamos de algo. Hoy esa misma musiquita extranjerizante amenaza con convertirse en total.
El tema es que alquilar también se está volviendo un sueño o una pesadilla. Porque reina la mano invisible del mercado —un amantazgo no demasiado cuidado entre la gran famiglia inmobiliaria y la casta propietaria engolada en su pequeño o gran privilegio— y si no podés cubrir un alquiler a precio turista, si no cumplís con las condiciones estipuladas para no ser cumplidas, no vas a tener dónde apoyar la almohada para tener ese sueño o esa pesadilla.
¿Viviendas sociales? ¿Casas colectivas? ¿Vuelven los conventillos con algún nombre artístico y rebuscado para disimular la pauperización? Dos de mis amigos están en el reiterado momento de su vida llamado renovación de contrato. Juan se puso creativo: asumió que a fin de año se quedaría sin el dos ambientes y prometió trasladar los muebles y el equipamiento de su hogar, en la misma disposición, utilizando la misma superficie, al medio de la Avenida Callao. Ser impulsor de un nuevo método de protesta y arengar al resto de los desahuciados a poblar la ciudad de sillones, escritorios, cunas, cuchetas y televisores. Rogar que no llueva mientras todos hacen sus jornadas de street office. Martina fue un poco más brutal: me contó que está pensando en alquilar su vientre para poder seguir alquilando el monoambiente en el que está. Dijo que le habían pedido tan pocos requisitos que deseó que las clínicas de reproducción reemplazaran la patria martillera. ¿Qué es el mercado? Que sea más fácil acceder al útero de una desconocida que a un inmueble.
En el mejor de los casos, dueños son los padres y marxismo era el de antes, con dos clases sociales divididas en proletariado y dueños de los medios de producción. La cosa se pone más triste cuando la opresión tiende a la horizontal, porque es la clase heredera —que de producción conoce poco y nada— la que apaga la vela encendida a los santos de la gran masa inquilina, don Roberto.